Las paredes y las portaladas de la plaza de Santpedor en la que nació Pep Guardiola conservan los toques insistentes de aquel chiquillo flacucho, inquieto y encantador que cada año pedía una pelota a los Reyes Magos. El fútbol, desde los tres años, es el juego exclusivo de los sábados y de los veranos vividos en la libertad de las calles; pero en la escuela Pep es aplicado y buen chico. Se rodea siempre de gente mayor y lo absorbe todo como una esponja. Cuando deja el pueblo para ingresar en la Masia del Barça, siente un poco de añoranza pero en seguida empuja el mundo con pies y piernas.

A los diecinueve años salta al césped del Camp Nou y comienza una carrera de futbolista que acaba en la otra orilla del Atlántico. El mediocampista actúa siempre como cerebro indiscutible que dibuja las jugadas sobre el terreno. Tozudo y listo, hábil y autodidacta, obsesivo y perfeccionista, decide que será entrenador e incluso The New York Times habla ya del «Barça de Guardiola». Conoce y admira a Martí i Pol y a Lluís Llach, pero la amistad con David Trueba es cómplice y absoluta. No se siente símbolo de nada ni le ensordecen los aplausos, porque intuye que los elogios de hoy serán las collejas de mañana.