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Gabriel tiene un gran problema con su sexualidad: no sabe si es homosexual o bisexual. Para huir de esa angustia, sucumbe a unas drogas muy fáciles de conseguir en su ciudad. Todo conspira para que Gabriel se hunda de una manera lenta pero inexorable. Lo único que lo mantiene algo a flote es la íntima esperanza de encontrar a alguien que lo ame y que lo acepte como es.
Gabriel naufraga en la universidad porque no le interesa estudiar, triunfa en la televisión pese a que desprecia el programa que tan bien le paga, aspira interminables líneas de coca y fuma marihuana desde la mañana, y Lima le parece objetivamente horrenda y cruel.
Aunque se enamora de un chico y de una chica, siente que no encaja en las palabras homosexual o heterosexual, que su vida es un caos puro y alucinado, un caos autodestructivo y a ratos, divertido.
La vida es un juego de senderos que se bifurcan dejando siempre en nuestro ánimo la duda de un error cuyas consecuencias no sabemos calcular. Ya sea por azar o razón, se nos impone la obligación de elegir y en ese gesto, que a veces nos encadena durante años, reside la maestría de la vida.