El retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde) Austral Editorial 509

Es la historia de un adonis y su retrato. En el caso del moderno Narciso, la pintura sucumbe al paso del tiempo y de los vicios.

El retrato de Dorian Gray es también el de Oscar Wilde. ¿No se parecen en su entonación las diez letras de ambos nombres? Wilde es en la obra una mezcla de Dorian, el joven arrebatador de sobrehumano encanto y pureza original, y de Lord Henry Wotton, el cínico que insta al muchacho a beber sin tasa los placeres de la vida y hacer de la belleza el motor amoral de la existencia.

Wilde era física y equívocamente agraciado, pero crea en Dorian el paroxismo de la belleza sobrenatural que a él le hubiera gustado poseer para hacer de ella una forma física y otra espiritual de deleite e influjo. Lord Henry es el auténtico trasunto literario del Wilde real. En el aristócrata se funden la cuna y la fortuna que permiten, en un ambiente de refinamiento material y artístico, de hedonismo exclusivista, de dandismo, el pleno ejercicio de la paradoja como cima de un discurso intelectual descreído y justificado por su propia esterilidad exquisita. Dorian, también rico, no teme perder la vida, sino la belleza que la convierte. En cierto modo, nunca llega a perderla.

La mantiene físicamente, mientras su retrato acusa el libertinaje del modelo. Aliados por intereses distintos Dios y el Diablo, hacia la faz en el cuadro se desvían las consecuencias también morales del envilecimiento de la persona. Confundidos hombre y pintura, Dorian muere cuando apuñala la tela. Su rostro se vuelve entonces la máscara de la degeneración, pero el cuadro recobra «todo el candor de la juventud unido a la pureza ardiente de la adolescencia».

Muerto el adonis, su belleza lo sobrevive y se hace inmortal e inmarchitable. Wilde ha hallado la manera de conciliar lo real con lo ideal.