

¿Ha sido un conjuro de otoño, con su follaje muelle y herrumbroso, sobre el cual se alza lívida Notre-Dame, tallada cada piedra con la bordada precisión de un hermetismo, perfilándose puntiaguda contra el cielo desolado, nebuloso? No sé…Me levanto siempre, tarde, hacia el mediodía. La calefacción ha creado dentro del apartamento una atmósfera de espesor enfermizo que me amodorra. Me preparo una naranjada y café. Abro la ventana y voy bebiendo con lentitud, enciendo después un cigarrillo. E invariablemente me pregunto cómo describiría las grandes gárgolas de la catedral, que veo allí delante más allá del río. Es una especie de obsesión, quizá relacionada con el sueño del cual apenas salgo. Sueño cada noche, me atrapa esta agobiante y viscosa existencia subterránea de la cual nada sé y que llevo dentro, que he de vivir, y donde siempre anidan inconcretas amenazas…Pienso que las gárgolas provienen de un mundo semejante: son cuerpos de animal con esbeltez de ave, pervertidos por un bestial sardonismo de mueca humana.. El Sena pasa plúmbeo, estoico, suave.Acostumbro a meterme en la “Shakespeare and Company”. Está al lado de mi apartamento, en la misma plazoleta de la Bûcherie. Los libros, los posters, objetos insólitos como una balalaika o ajadas tarjetas postales de los años veinte, llenan hasta atiborrarla la decrépita librería, que rezuma humedad, y donde dormita sonriente el hombre de la barvilla de chivo, arrellanado detrás del pequeño mostrador. Me emociona, en cierta manera, lo que pueda subsistir aquí de las sombras de Joyce, de Gertrude Stein, de Hemingway de cuando Sylvia Beach tenía la tienda ésta en la calle Odeón. Es como si en el aire remoto, en la erosionada incuria que flota sobre el amontonamiento de los estantes, perdurara un eco de todo ello. Por los rincones repletos de libros, casi todos usados, encuentro como un rastro de acariciante placidez…”